Reconozco que, a estas alturas, la introducción de este
post puede quedar un poco extemporánea, pero esta entrada es un resumen de un
artículo que escribí hace unos años cuyo contenido considero que continúa
de actualidad, y mantenerlo me va a permitir seguir el mismo hilo argumental
que tracé en su momento.
Preguntaba entonces qué entendemos por crisis.
Normalmente, el concepto “crisis” se asocia a los de recesión, enfermedad,
miedo y otros similares. Sin embargo, si buscamos en el diccionario, todas las
acepciones de la palabra “crisis” están relacionadas, simplemente, con el
concepto de “cambio”. Un cambio brusco, importante, trascendental e
irreversible; una alteración repentina en el entorno; en la forma y en la
velocidad en que hasta ese momento discurrían las cosas; una evolución muy
rápida; una revolución. Así pues, al menos por definición, una crisis en sí
misma no tiene por qué ser ni buena ni mala. Como cambio que es, que
resulte beneficioso o perjudicial, depende de cómo te adaptes a él.
En la naturaleza o en la sociedad, los individuos que
mejor se adaptan a los cambios en el entorno son los que tienen mayores
probabilidades de sobrevivir. En el mercado, son las empresas. Y ante cambios
rápidos, hay que adaptarse rápidamente.
La principal cualidad para adaptarse a los cambios es la
flexibilidad: una estructura flexible se dobla; una rígida, se rompe. La
flexibilidad de la estructura de una empresa se mide por el comportamiento de
sus costes. Una estructura será más flexible cuanto más variables resulten sus
costes respecto al nivel de actividad. Como tanto los ingresos como los costes
variables dependen del nivel de actividad, si éste cae, el margen también cae.
Si la actividad cae tanto que el margen queda por debajo de los costes fijos, se
produce la quiebra de la
empresa. Por eso
conviene tener en cada momento la estructura más ajustada al nivel de actividad.
El problema del ajuste de la estructura a la actividad
productiva es que, así como el nivel de actividad varía de forma continua, la
estructura lo hace de forma discontinua, ya que una misma estructura cubre
un rango de niveles de actividad, dependiendo de su grado de utilización.
De forma simplificada, se puede decir que los costes
variables dependen del nivel de actividad, mientras que los costes fijos
dependen de la capacidad de producción. Como el nivel de producción sólo puede
alcanzar, como máximo, el límite de la capacidad de producción, normalmente hay
una parte de los costes fijos que resultan excedentarios porque corresponden a
la capacidad de producción infrautilizada. Son los costes de subactividad o
costes de ineficiencia.
En una fase de crecimiento, la actividad
productiva de una empresa puede aumentar hasta el límite de su capacidad
productiva. A partir de ese momento, si las perspectivas de crecimiento son lo
suficientemente sólidas como para justificar razonablemente saltar a un nivel
de mayor capacidad productiva, ésta puede aumentar mediante la correspondiente
ampliación de la estructura, lo cual puede ser relativamente sencillo si la
empresa tiene o puede acceder a financiación suficiente.
En una fase de decrecimiento, el ajuste
es más difícil porque se dan una serie de factores que entorpecen la
flexibilidad de la estructura hacia abajo. Son las “rigideces a la
baja”
En nuestro próximo post trataremos de estos factores de rigidez.
En nuestro próximo post trataremos de estos factores de rigidez.
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